Época: Final Distensión
Inicio: Año 1973
Fin: Año 2000

Antecedente:
Acaba la distensión



Comentario

Desde la mitad de la década de los setenta hasta los años centrales de los ochenta el mundo pasó por una nueva fase de tensión internacional. Como hemos podido comprobar, el papel de la crisis económica en este contexto fue puramente ambiental porque la coyuntura política y el papel de los principales líderes resultó el factor más decisivo en relación con esta cuestión. La gestación de todos estos acontecimientos se produjo a finales de los sesenta.
La profunda crisis de conciencia interna provocada por el asunto Watergate, con la dimisión del presidente Nixon y la caída final de Vietnam, tuvo como consecuencia todo un replanteamiento de la política exterior norteamericana. El legislativo puso serias trabas al comportamiento del ejecutivo y, además, a continuación, la tentación del aislacionismo, combinada por un purismo alejado de la realidad, resultó una permanente tentación de la política exterior norteamericana a partir de este momento.

Desde un principio, los principales responsables de la política exterior durante los años precedentes -el propio Kissinger, por ejemplo- previeron que el resultado de la distensión no sería una estrecha amistad con los soviéticos sino una relación complicada con ellos pero estable y capaz de tener como consecuencia ajustes mutuos. Esa política, bipartidista y basada en el realismo, entró en crisis a la vez por un doble tipo de críticas. En primer lugar, se reprochó a quienes la habían llevado a cabo falta de principios, argumento que el propio Kissinger justifica por su virtual desinterés en las transiciones democráticas que se iniciaban y por su deseo más bien de limitar las violaciones de los derechos humanos en el Chile de Pinochet que de empujar al cambio. En los años de la presidencia de Ford la autocrítica de la política exterior norteamericana se refirió, sobre todo, a la utilización de procedimientos ilegales por parte de la CIA, incluyendo asesinatos de adversarios exteriores o espionaje a ciudadanos norteamericanos. La mayor parte de estos casos se referían al pasado pero contribuyeron a que el legislativo siguiera poniendo serios obstáculos a cualquier tipo de operación encubierta. La crítica por parte de la derecha consistió en acusar a la política de la distensión de haber sido demasiado acomodaticia con los soviéticos. Esta actitud, como asegura Kissinger en sus memorias, era de principios y no parecía tener en cuenta la necesidad de las tácticas. En realidad, los Estados Unidos estuvieron muy lejos de desarmarse en estos años, sino que pasaron de tener 1.700 ojivas nucleares a unas 7.000. La propia emigración judía de la URSS se multiplicó por cinco en los últimos años, prueba de que se obtenían contrapartidas de los soviéticos. En estas condiciones sólo en una región de Medio Oriente -en el conflicto entre Egipto e Israel- dio la sensación de que los norteamericanos conservaban la iniciativa diplomática e incluso en este caso el buen resultado final pareció la consecuencia de iniciativas locales mucho más que suyas.

De todos modos, aun así ese proceso de paz tuvo lugar tan sólo en la presidencia de Carter, un político que desorientó a los soviéticos con una política de promoción de los derechos humanos que ellos consideraban agresiva. Al mismo tiempo, la conciencia de una posible desventaja estratégica occidental le hizo aparecer como un político alejado de la distensión de cara a la izquierda europea o a los movimientos pacifistas. La revolución en Irán supuso una derrota norteamericana en términos estratégicos y la crisis de los rehenes norteamericanos en la Embajada de Teherán constituyó una humillación, sobre todo en el momento en que fracasó el intento de rescatarlos (abril de 1980), hecho que también tuvo como consecuencia la división del ejecutivo norteamericano, con la dimisión del secretario de Estado Cyrus Vance. Los Estados Unidos dieron la sensación de mantener una política llena de incertidumbre durante esta presidencia pero ya durante su último año quedó clara una reacción tendente a impedir que la URSS adquiriera la hegemonía en zonas consideradas como cruciales desde el punto de vista estratégico. Reagan con su abundancia de declaraciones de alto voltaje verbal incrementó el abismo de la distancia entre las dos superpotencias.

El comportamiento soviético durante la segunda mitad de la década de los años setenta testimonia, sin lugar a dudas, que la distensión era exactamente como sus dirigentes la presentaban en términos ideológicos, es decir un procedimiento para evitar la confrontación militar directa entre las dos superpotencias, pero que no evitaba la competición entre ellas y que, además, sabía aprovechar cualquier circunstancia de debilidad del adversario para incrementar la influencia propia. En los años finales de Breznev, hasta finales de 1982, al mismo tiempo que la relación entre los dirigentes de las superpotencias se hacía cada vez más distante la URSS llevó a cabo una expansión extraordinaria de su influencia en el mundo, bajo el paraguas de la distensión, por el procedimiento de intervenir en lugares y de formas infrecuentes hasta el momento. Lo hizo, en efecto, en África (Angola, Etiopía) por el procedimiento de utilizar a los cubanos como fuerzas interpuestas. Utilizó, además, a países del Este (RDA, por ejemplo) para prestar ayuda a movimientos revolucionarios de otras latitudes o para reconstruir Vietnam, pero también se aproximó a otros regímenes semejantes como pudieron ser Libia o Argelia; del primero logró, por ejemplo, que no condenara la invasión de Afganistán. Mientras que incrementaba su presencia en el mundo por el procedimiento de suscribir numerosos tratados internacionales, incluso con países muy alejados de sus fronteras, consiguió incorporar a su área de influencia a países, como Vietnam, que hasta el momento se habían mantenido en la duda acerca de cuál debía ser la opción comunista que les resultaba más atractiva (China o la URSS). Finalmente los soviéticos no sólo mantuvieron de forma férrea en sus manos el glacis defensivo que durante la Segunda Guerra Mundial se habían construido en la Europa del Este sino que en Afganistán demostraron estar dispuestos a ampliar la frontera de su Imperio aunque fuera con la consolidación como propio de un país que ya consideraban sometido a su influencia. Hasta países que tenían una estructura social puramente tribal, como Yemen del Sur, se decían "de orientación socialista" después de haber pactado con la URSS. Ésta parecía ser muy consciente de que ya Lenin había afirmado que la guerra y los países africanos y asiáticos eran la mejor garantía de la expansión de la revolución. Incluso los soviéticos tuvieron la esperanza de que China acabara dejando de ser un problema para ellos con la ayuda de los Estados Unidos.

La progresiva conciencia, primero norteamericana y luego occidental, de esta actitud del adversario ideológico no supuso una vuelta hacia atrás en lo ya pactado, salvo contadas excepciones. En cambio, a partir de mediada la década de los setenta hubo un nuevo lenguaje de dureza entre las superpotencias que ya se había consolidado y definido a comienzos de los ochenta, mientras que se congelaban los acuerdos comerciales, escaseaban las reuniones en la cumbre y acuerdos que se habían puesto en marcha con antelación no llegaban a plasmarse en la realidad concreta. Ya a fines de 1974 el Congreso norteamericano había vinculado la concesión de la condición de nación más favorecida a la URSS desde el punto de vista comercial a las facilidades a los judíos para que emigraran a Israel. La Cumbre de Vladivostok entre Breznev y Ford (noviembre de 1974) fue irrelevante por decisión del legislativo norteamericano y desde 1979 hasta 1985 no hubo reuniones en la cumbre. Si los norteamericanos se negaron a participar en los Juegos Olímpicos de Moscú en 1980, la URSS y sus países más próximos hicieron lo propio en los de Los Ángeles en 1984. Si la Conferencia de Helsinki, que fue obra de la diplomacia europea y no de Kissinger, había sido el momento cumbre de la distensión, muy pronto fue objeto de un doble repudio por parte de un sector de los expertos en sovietología del mundo occidental y de los disidentes soviéticos (Solzhenitsin dijo que había sido "el funeral de la Europa del Este"). La Conferencia de Belgrado destinada a prolongarla concluyó en un fracaso absoluto. En el mundo occidental se multiplicaron las quejas en contra de los soviéticos por tratar de obtener ventajas unilaterales, al mismo tiempo que pretendían mantener los beneficios que habían obtenido en el pasado en lo que respecta al comercio de cereales y a las transferencias tecnológicas.

Aunque la opinión pública occidental no llegó a ser por completo consciente de ello, el mayor peligro en relación con la URSS derivó del incremento de su potencia nuclear. El acuerdo SALT había supuesto la limitación del número de los misiles intercontinentales, pero con posterioridad a él los soviéticos se lanzaron a una modernización a marchas forzadas de sus armas por el procedimiento de servirse de los misiles con cabezas múltiples (MIRV): de este modo llegaron a triplicar el número de las ojivas nucleares de que disponían. Pero más grave fue el hecho de que pudieron disponer de un misil intermedio que escapaba a las limitaciones de los acuerdos SALT. El llamado SS 20 podía alcanzar toda Europa y fue ensayado por vez primera durante el año mismo de la Conferencia de Helsinki. En 1977, 330 misiles de este tipo estaban instalados en Europa oriental. Existía la posibilidad teórica de que la superioridad convencional soviética, unida a esta fuerza nuclear, produjera una división de la alianza occidental de tal modo que los países europeos se desligaran de los Estados Unidos y se plegaran a la contemporización e incluso mediatización con la URSS. A esta posibilidad teórica se la denominó "decoupling" (literalmente "desdoblamiento"). De cualquier manera, algo muy característico de estos momentos fue la multiplicación exponencial de los recursos armamentísticos del mundo de tal modo que la capacidad de destrucción del adversario se fue multiplicando hasta suponer que el número de ojivas era superior varias veces a los potenciales blancos.

A pesar de que desde 1975 se fue percibiendo un manifiesto deterioro de la distensión, en junio de 1979 Carter y Breznev llegaron a un nuevo acuerdo en Viena sobre la limitación de armamentos, conocido como SALT II. Su contenido preveía la limitación del número de misiles intercontinentales (ICBM), de cabezas múltiples (MIRV) y de localizaciones en el subsuelo de cada una de las grandes superpotencias en 2.250, 1.320 y 820, respectivamente. Como en el caso anterior, el tratado no suponía la reducción de los armamentos sino el freno a la progresión de los mismos. Pero muy pronto el propio Senado norteamericano se opuso a ratificar este tratado cuando definitivamente quebró la distensión de otros tiempos; tampoco Carter y menos aún su sucesor hicieron mucho por mantenerla.

A este fracaso en llegar a un acuerdo pronto hubo que sumar dos más. En primer lugar, las conversaciones que desde 1973 estaban teniendo lugar en Viena sobre la reducción de fuerzas convencionales en Europa concluyeron en un fracaso. En cuanto a las relativas a las fuerzas nucleares intermedias que se llevaron a cabo a partir de noviembre de 1981 en Ginebra, tampoco llegaron a ningún resultado positivo. Denominadas START ("Strategic Arms Reduction Talks") no sólo no supusieron un acuerdo sino que, además, con su fracaso, produjeron de forma indirecta un incremento en el armamento en Europa.

En efecto, el despliegue de los SS 20 soviéticos requería una respuesta de las potencias europeas democráticas a pesar de la protesta de las organizaciones pacifistas que creían -o fingían creer- que la simple multiplicación de las armas producía un mayor peligro de que se desencadenara el holocausto nuclear. Tras numerosas discusiones en el seno de la OTAN, que por ejemplo tuvieron como consecuencia que no llegara a desarrollarse un arma -la llamada bomba de neutrones- de la que en un principio se había pensado como medio para compensar la desventaja aludida, finalmente se llegó a la llamada "doble decisión" en diciembre de 1979. Consistió ésta en ofrecer a la URSS el acuerdo sobre el desmantelamiento de sus nuevas armas desplegadas en el teatro europeo o, por el contrario, modernizar el armamento nuclear de la Europa democrática. Hasta este momento las armas nucleares desplegadas en Europa occidental no podían alcanzar la Unión Soviética pero ahora la instalación de 108 missiles Pershing con un radio de acción de algo menos de 2.000 kilómetros y de 467 misiles de crucero con un alcance de 2. 500 kilómetros supuso una equiparación entre los países occidentales y sus adversarios. Al comienzo de la década de los ochenta hubo una fuerte polémica en los medios de comunicación y en la política europea en torno a esta cuestión con posturas muy contrastadas que tuvieron como resultado la división de los partidos políticos (Schmidt, partidario del despliegue de los euromisiles, quedó en minoría absoluta en la socialdemocracia alemana). La victoria electoral de los democristianos de la CDU en 1983 permitió el despliegue de los euromisiles en Alemania a partir de fines de este año. Pero este hecho tuvo como consecuencia la negativa de la Unión Soviética a participar en cualquier tipo de conversaciones acerca del armamento nuclear. De hecho, durante la primera mitad de los años ochenta la aspereza de las relaciones entre las superpotencias fue tal que una y otra no tuvieron inconveniente en romper algunas de las reglas no escritas que existían en las relaciones entre ambas. De este modo, los soviéticos intervinieron ayudando a la revolución sandinista nicaragüense cuando en el pasado, ni siquiera después de la Revolución cubana, se habían interferido seriamente en América Central, mientras que los norteamericanos se alineaban de forma nítida al lado de los disidentes soviéticos.

El paso siguiente en la confrontación entre las superpotencias consistió en la IDS ("Iniciativa de Defensa Estratégica") de Reagan. Se trataba de un sistema para evitar ser alcanzados por los misiles adversarios. Lo que nos interesa es que este proyecto, al desechar la idea de la disuasión nuclear, hasta entonces base esencial de la relación entre aquéllas, creaba una incertidumbre doble tanto en el adversario soviético como también en el aliado europeo. En efecto, los soviéticos se enfrentaban a la eventualidad de quedar superados por los norteamericanos en un terreno como el de la tecnología en el que partían con manifiesta desventaja o de asumir unos enormes costes de una nueva carrera de armamento. Por su parte, los países de Europa occidental veían crecer el temor al "decoupling", pues en definitiva sólo los Estados Unidos quedarían protegidos por ese procedimiento. De este modo, la URSS puso siempre como condición esencial para cualquier acuerdo de desarme la desaparición de la IDS al mismo tiempo que los países europeos se daban cuenta de la necesidad de aumentar su arsenal.

Finalmente, tiene su lógica que en tiempos de inseguridad en las relaciones internacionales se produjera también un incremento del gasto militar. Pero éste en gran medida no afectó tan sólo a las superpotencias sino también a determinados países situados en teatros de la conflictividad mundial. Si el mundo gastaba dos millones de dólares por minuto en armas, de las compras de ellas por países no productores el 57% iban a parar a Medio Oriente. Las dos superpotencias concentraban el 72% de las ventas, seguidas por Gran Bretaña y Francia. El final de la distensión había contribuido, por tanto, a la proliferación del armamento en todo el mundo.